Esta historia no es ficción, no es macondiana, no es inventada (Estercilia Simanca Pushaina, líder indígena Wayuú).
Cada día me acerco más a la certeza de que un político es esa persona cuya vida gira en torno de una sola cosa: el poder. Para alcanzarlo desarrolla un cinismo sin límites; la empatía y la compasión las cubre de un pellejo grueso e impenetrable y la vergüenza la congela (como para usarla más tarde, acaso para el último suspiro…) Y así, cínico y desvergonzado, se asume dispuesto a hacer lo que sea –incluso atropellar la dignidad y los derechos de su propia gente– con tal de alcanzar el poder. Son, en todas partes y salvo excepciones, un mal.
Los Wajuú tienen claro cuándo se acerca la época electoral no porque usen calendarios (el tiempo sucede en otros términos) sino porque justo entonces es que comienzan los procesos de cedulaciones masivas. Es decir, la Registraduría colombiana aparece cada cuatro años invitando a los indígenas a insertarse en el sistema del Registro Civil de tal manera que puedan recibir una Cédula de Identidad (la que, en términos prácticos, solo servirá para recibir regalos, dinero y algunas promesas de los candidatos que pronto llegarán hasta La Guajira, esa península caribeña colombiana).
En medio de esta perversión –simulacro de democracia– los Wajuú vienen siendo abusivamente pisoteados en su dignidad: como los representantes del Estado no hablan su idioma y llegan sin intérprete, los indígenas acaban con cédulas de identidad que, en lugar de una fecha de nacimiento real, leen: 31 de diciembre. Donde dice firma, aparece: “No sabe firmar”. Y donde deben ir sus nombres se leen ofensas como: Cabezón, Borracho, Mariguana, Gorila, Arrancamuelas, Cosita Rica, Raspahierro, Culebra, y así. Así, la ansiedad por contarlos como votantes fue atentando una y otra vez contra varios de sus derechos más elementales.
El Estado colombiano está buscando ahora mecanismos para corregir y devolverles la identidad a miles de indígenas. Pero el problema de fondo es otro.
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