En CADE se repitió lo que amenaza con convertirse en una firme tradición del empresariado peruano: hacer saber a los candidatos con mayores posibilidades de llegar a la presidencia que, no importa de cuántos delitos se los acuse, no importa cuán implicados estén en casos de corrupción, no importa cuán nefasto haya sido el rol de sus partidos en nuestra historia reciente, la clase empresarial siempre estará dispuesta a oírlos, a darles tribuna y,diligentemente, a subirse al carro de quien sea elegido, sin que ninguna consideración moral, visión de largo plazo o compromiso con la justicia interfiera en ello.
En un país que no hubiera optado ya por la inanidad como actitud perpetua, el cinismo como postura moral predilecta y la hipocresía como idioma común, la clase empresarial no dudaría en decidir quién es su candidato: Pedro Pablo Kuczynski. Y todavía es posible que, en el fondo de sus corazones, muchos empresarios presentes en CADE abriguen la esperanza de una presidencia de PPK: un falso conservadurismo fiscal fácilmente transformable en mercantilismo operativo, un gobierno articulado entre lobistas y concesionarios, facilitador de gran-des negocios, que coloque todos los temas álgidos de nuestra agenda social en la congeladora.
Pero, al menos desde el sensible fallecimiento de Acción Popular y el PPC, los empresarios peruanos no están dispuestos siquiera a fingir que esperan que esas cosas se produzcan dentro de un marco de limpieza y legalidad. Si alguna vez fueron una clase dirigente inoperante y cabizbaja, ahora no parecen siquiera una clase: no tienen ni discurso ni método ni partido: solo buscan un gobierno que los deje hacer lo que les dé la gana (eso es lo que llaman, en su falsa ignorancia, o en su ignorancia real, liberalismo). Y si ese gobierno lo conforma una banda lista a clavar las uñas en el tesoro público, eso les resulta irrelevante. Después, si las circunstancias lo piden, hablarán de corrupción, como si ellos no la hubieran propiciado.
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