Sucios socios



Este miércoles la ONU denunció al Vaticano por adoptar políticas que propiciaron la violación de niños por parte de sacerdotes. En Spotlight, de Thomas McCarthy, una periodista pregunta a una de las víctimas de un cura pedófilo si alguna vez pudo contarle a alguien su historia. La respuesta acongoja: “Sí, a un cura”. Así de crudo: el confesor y el violador trabajan para la misma empresa. Las personas a las que esos chicos entregan su confianza e inocencia serán quienes se las roben.  “Para un niño pobre, la religión es importante, que un sacerdote te preste atención es como si Dios te hablara –dice otra víctima–. Cuando un cura te hace esto, te despoja de tu fe. No es solo un abuso físico, sino espiritual. ¿Es difícil decirle que no a Dios, ¿cierto?” .
 
Spotligth comparte con El Club, del chileno Pablo Larraín, una pretensión de base: retratar el horror y la impunidad, pero en sus respectivos caminos, distintos entre sí, tocan algo que está en el reverso del drama de los crímenes sexuales perpetrados por la Iglesia Católica contra los niños: la importancia de la enunciación explícita y el relato directo de la obscenidad para hacer exactamente lo contrario que ha hecho la Iglesia en toda su historia: iluminar las tinieblas, mostrar, desenmascarar, acusar y hacer justicia, aunque no sean estas cosas ni de este mundo ni del otro. 
 
Lo hacen con sus preguntas los reporteros de un periódico en Spotligth, para destapar uno de los casos (reales) más clamorosos de abuso infantil encubierto con alevosía durante años por las altas esferas del Vaticano. Y lo hace Sandokan, el memorable personaje de El Club, que es como el alma de un niño violado que vuelve en el cuerpo de un vagabundo borracho y yonqui, un sobreviviente, para gritar a los curitas “malcriados”, en su refugio dorado de retiro, cinismo y penitencia –como el que debe habitar Luis Fernando Figari, fundador del Sodalicio, en Roma– todo lo que la Iglesia le hizo en el prepucio y el ojete (sic), pero sobre todo en el corazón.

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