Los falsos justos




A Luis Fernando Figari lo conocí hace más de diez años, en el almuerzo que siguió a la ordenación de un amigo común. Al anfitrión se le ocurrió sentarme a su lado para que pudiera hablar con él y conocer mejor el Sodalicio de Vida Cristiana. Desde el principio me desconcertaron los motivos de Figari para iniciar en 1971 esa organización apostólica. Dijo que en su juventud había sufrido dudas y confusiones, las mismas que había detectado en sus alumnos cuando fue profesor. El Sodalicio de Vida Cristiana fue su respuesta para encauzar a nuevos jóvenes, evitándoles los errores, torpezas e incertidumbres de la edad.
 
Alguna idea tenía de ello. Como otros muchachos de mi generación, a los 15 años, por breve tiempo, participé en uno de los muchos grupos adscritos al Sodalicio. Pastoreados por un hermano mayor, que nos paseaba en su auto, solíamos salir a comer, a ver películas, jugábamos al bowling o asistíamos a misa. Solo fueron cuatro o cinco reuniones, pero al principio me entusiasmé mucho. A esa edad me sentía solo, incomprendido, inadaptado. Con su buena onda, su cercanía, su comprensión, los sodálites creaban el ambiente de complicidad y aceptación que alguien de mi edad necesitaba.
 
Decidí conversarlo con un sacerdotes de mi colegio con quien tenía especial confianza. Le describí las reuniones y salidas, y le reclamé por qué los jesuitas del Inmaculada no hacían lo mismo. Tomó aire, y para responderme me contó su propia historia. Me dijo que la primera vez que había pensado hacerse sacerdote tenía mi misma edad. Cuando se lo comentó a su padre espiritual, esperaba una reacción entusiasta, pero obtuvo todo lo contrario: «Estás loco». Antes de pensar en el sacerdocio debía salir del colegio, estudiar en la universidad, tener enamorada, vivir la vida de un adolescente. «Si no hubiese sido por ese consejo, probablemente no estaríamos hablando hoy día».
 
Su respuesta fue serena, pero me dejó desconcertado, me hizo pensar, y no volví con los sodálites. La recordé años más tarde, durante mi breve conversación con Luis Fernando Figari. Comprendí que los sodálites captaban nuevas vocaciones cuando las personas son más vulnerables, ofreciéndoles la seguridad que les hacía falta, aprovechando las carencias de cualquier adolescente. El otro camino podía resultar menos eficiente, pero era más justo: permitía a alguien maduro decidir su futuro, ejerciendo de veras su libertad.
 
Hace muchísimo tiempo que me volví incrédulo y liberal. Ignoro si aquella conversación me salvó de vivir un infierno como los descritos por Pedro Salinas y Paola Ugaz en «Mitad monjes, mitad soldados», pero aunque sea remotísima, la posibilidad me resulta escalofriante, y no he dejado de pensar en ella mientras leía los testimonios de atropellos sexuales cometidos al amparo del Sodalicio de Vida Cristiana, de los que el propio Figari es protagonista central.
 
La aparición de este libro crudo e indispensable, que confirma denuncias de antiguo, ha sumado al Perú a la lista de países donde integrantes de congregaciones religiosas —la mayor parte de ellos sacerdotes católicos— cometieron abusos desde su posición de autoridad y superioridad moral. Como en otros casos, Figari se ha refugiado en el extranjero, y hay voces que pretenden pasar por agua tibia sus atrocidades y delitos, llamándolos «pecados» o «inconductas». Lo curioso es que muchas de ellas pertenecen a los mismos conservadores que públicamente piden la pena de muerte para los violadores, y parecen satisfechos con una vida de retiro espiritual, ahora que se trata del primer Superior del Sodalicio. Los demás solo estaremos tranquilos cuando Luis Fernando Figari enfrente la denuncia penal, el proceso de extradición y la larga temporada en la cárcel que se merece.

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