Los millones que trabajan más de 48 horas semanales sin beneficios, ni CTS, ni seguridad social ni salario digno forman una masa humana que, en este capitalismo global, se ha constituido como el “precariado”, esa nueva clases social que Guy Standing, profesor de la Universidad de Londres, ha definido en su libro del mismo título. Clase social: eso es lo que Standing insiste en afirmar contradiciendo a los teóricos de la New (old) Left británica. El precariado es una clase social global, surgida desde hace años pero solidificada por las crisis financieras y por los retrocesos de derechos laborales a partir de este siglo.
En nuestro país, el precariado está formado por millones de personas que no pueden acceder a la PEA sino es en condiciones precarias, casi agradeciendo que nos den un puesto de trabajo a cambio de no ser muy exigentes en nuestras condiciones laborales. Según Standing, ni a los informales ni a los “emprendedores de su propia miseria” pertenecerían a esta clase, sino los profesionales y técnicos multiempleados, subempleados o desempleados.
En 1999 y diez años después, en el 2009, escribí sobre un fantasma que a los profesionales de varias zonas del planeta nos persigue con un ruido sordo: el multiempleo ansioso. Es la necesidad de aceptar empleos precarios, sin sueldos dignos, con más horas de las que se puede enfrentar uno, superponiéndolas inclusive, y utilizando eufemismos para describirlos: “consultorías” o “trabajo free lance” o “profesor a tiempo parcial”. Somos millones de profesionales como abogados, periodistas, sociólogos, ingenieros, profesores, programadores de computadoras, enfermeras y una lista larguísima de especialistas, que ante la imposibilidad de un trabajo digno y fijo, hemos tenido que ingeniárnoslas para sobrevivir.
Otro de los fantasmas del multiempleo ansioso de este precariado es la inseguridad laboral. No se trata solo de asumir condiciones laborales ínfimas sino incluso de aceptar que esta situación laboral sea indeterminada y cuya duración dependa exclusivamente del empleador (una ONG o incluso el propio Estado). Todos nosotros estamos condenados a trabajar hasta el último día de nuestras vidas. Y si bien es cierto que nuestra chamba no requiere fortaleza física que se pierde con los años la de un obrero de construcción civil, muchas veces, terminamos dictando clases el mismo día de nuestro ataque cardíaco como le sucedió a mi padre en el 2006. Eso no me asusta: prefiero, como mi padre, morir de pie frente a la pizarra que vivir de rodillas.
Pero sí me asusta, por ejemplo, que el señor Oviedo, canillita de mi barrio a los 82 años, ex militante del FOCEP y activista por los derechos de los afroperuanos, en el futuro mediato no pueda manejar su bicicleta, la quinta y cada vez más destartalada porque se las han ido robando varias veces. Y me preocupa también la denuncia de la Federación de Periodistas de España que han acuñado un nuevo sustantivo para sus miembros: el precariodista. “En su desesperada huida hacia adelante las empresas de comunicación —sostiene la Federación— subordinan todo a los balances económicos, de ahí su creciente dependencia del poder financiero, y aparcan cualquier preocupación por la ética y la autorregulación. Eso explica la ‘fiebre’ de superficialidad, banalidad y chabacanería en los contenidos…”. Lo mismo aplica para esta zona del planeta.
A diferencia del proletariado, el precariado no tendría como opositor de “clase”, al dueño del medio de producción o director de la ONG, sino al Estado que cada vez más está “flexibilizando” el empleo y financiando un mercado regulado para las plutocracias que dicen vivir un mercado libre. Por eso, las reivindicaciones del precariado no se negocian con el empleador sino que deben ser el reflejo del cambio de políticas públicas.
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