Disculparán que insista, y no me refiero al plagio convicto y confeso del cardenal Juan Luis Cipriani, cuya relevancia es menor frente a la forma como lo defienden.
Entre los firmantes del pronunciamiento reciente en solidaridad con él hay muchas personas de bien (aunque también algunos hueleguisos) seguramente preocupadas porque la crítica a Cipriani –quien ataca y persigue a quien quiere, como al padre Gastón Garatea, pero se cree intocable– pueda afectar a la Iglesia.
Dicho pronunciamiento se parece –y algunos firmantes hasta se repiten– al que también le hicieron hace siete años a Jorge del Castillo cuando los petroaudios lo ampayaron en la suite de ese bucanero centroamericano Fortunato Canaán.
Ese comunicado transmitía la idea de que, si ese premier nos sirve, ¿para qué hacer olas? Lo mismo ocurre ahora con Cipriani. Y se parece, también, a cuando algunos líderes empresariales alaban en público a Alan García por su papel a favor del crecimiento –como argumento para que vuelva a Palacio– pero en privado despotrican de su honestidad.
La mejor defensa que podrían hacer sus amigos ante el plagio de Cipriani es hacerse de la vista gorda, en vez de agraviar y mentir, como atacar a los anteriores cardenales porque “intelectualmente no estaban a la altura del actual” (algo discutible, pero ellos no plagiaban, pues, que es lo que está en discusión).
O el diario que miente al titular “total respaldo de obispos al cardenal Cipriani”, usando un comunicado engañoso porque emboza la verdad sobre el número de firmas a favor mezclando obispos en ejercicio con eméritos para mostrar una supuesta mayoría que no es tal. Estos obispos debieran leer la carta de Pablo a los Romanos 3.8 (así se cita ‘por siaca’): “¿Y por qué no hemos de hacer nosotros un mal, a fin de que de él resulte un bien? Los que dicen esto son justamente condenados”.
El fin al que los firmantes de los dos comunicados se refieren es al de “predicar la verdad”. Pero el fin no justifica los medios, o sea, plagiar.
Estas defensas, en esta circunstancia, transmiten el mensaje de que en el Perú todo depende de quién eres y no de qué haces; que ‘para mis amigos todo, para mis enemigos, la ley’; y que, como en La Granja, el último mandamiento de “todos los animales son iguales”, se convierte en “todos los animales son iguales, pero algunos son más iguales que otros”.
La constatación penosa de que la forma de evaluar a alguien en el Perú depende de quién eres, constituye un grave obstáculo para conformar una sociedad digna, con igualdad de oportunidades e instituciones sólidas. El problema es pensar que las personas ‘son’ las instituciones, lo cual blinda a las primeras al costo de debilitar a las segundas.
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